Probablemente no sabrás quien soy, con seguridad yo tampoco y en esencia, te pareceré lo que no soy. Historias que se ahogan en un vaso de vino, para tomar en frío y saborear después.

martes, 6 de diciembre de 2011

Juego de Luces

Ése día la luz no asomaba debajo de su puerta, como siempre pasaba a ésas horas de la tarde. Sentí pánico. Por un momento pensé que no volvería a ver su cetrina piel, su bata de flores, sus amables palabras de buenos días. Me temblaban las manos al abrir la puerta de mi casa, sin dejar de repetirme, ¿Qué pudo haber pasado?. Después el lunes la volví a ver, asomando como siempre debajo de su puerta. Nunca se imaginará, abuelita de bata de flores, el alivio que éso significó para mí. Ni lo que me alegró escuchar sus buenos días, con ésa sonrisa en los labios, con ésos ojos que han logrado conservarse inocentes.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Sentidos

Ella me llevaba dónde quisiera sin decir una palabra. Agarrados de la mano corrimos tras las palomas del parque, nos tocamos en silencio, desnudó mi alma con su guitarra en las manos. Ella no me tocaba, ella me sentía con su piel; ella no me miraba, ella sugería a través de su retina. Hicimos el amor con los sentidos, nos bañamos en sutilezas de amor.

Después me di cuenta que era muda, y empezé a pensar que nada de ello fue real. Como un cuento de hadas con las cubiertas de cartón reciclado.

Nunca sabré si los sentidos me engañaron, o si mi mente me traicionó, pero nunca la pude volver a ver.

Reina desaventurada

Te deshaces tras los límites de la realidad, como si nunca quisieras tocarla, pero no te toca otro remedio que estar allí. Sé que eres lo que no eres, que las apariencias son tu escudo. Piensas todo el tiempo en  otros momentos, en otras historias.  Tú, reina de otro mundo, no sabes gobernar en el que te ha tocado vivir.

sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Una partida más?

No me puedo creer que a estas alturas me vengas con que no sabes perder. Te he visto dejar pasar tantas buenas oportunidades, rechazar porqu sí buenos amigos, mirar desde la lejanía de lo impasible a otros tantos que se iban de tu lado, sin saber nunca más de ellos. Te he visto acatar tantas cosas que iban en tu perjuicio, tantas otras que ya las dabas por perdidas nada más comenzar. Ahora amigo, que has pasado toda tu vida creyendo a ciegas en lo irremediable de tu destino y en la pasividad de tu existencia, no me puedo creer que te pongas así por perder esta partida conmigo.

No quiero proezas

Pero yo no quiero versos edulcorados, a mi me gustan los poetas frustrados.
Los que callan por no decir lo que sienten, los que sienten por no decir lo que callan,
y piensan que la rima es solo un accidente al que han llegado por casualidad.
La sutileza es solo un baile de palabras, una sombra que juega a esconderse, una bonita invitación para la curiosidad.
Tan solo vente, sorpréndeme, haz lo que siempre te quise decir. No hay excusas para ello, tú tienes tantos desgarros en la piel que ya puede pasar mi grito.

El violinista de las cuerdas

Comenzaré esta historia por el principio, aunque tan grande y trágica llegó a ser la vida del hombre que pretendo describir, que hubiera podido empezar desde cualquier otro punto y resultar igual de interesante. No es cuestión de escudriñar cada detalle de quien llegó a ser ampliamente conocido con el sobrenombre de “El violinista que baila las cuerdas” puesto que me atrevo a decir, fue un hombre más vacío de lo que en un primer momento se pudiera aventurar. Mi única intención es que se conozcan unos hechos ya azotados por el tiempo, que solo se mantienen en los recuerdos lejanos de quienes más han visto.
Este hombre se llamaba Joaquín cuando tan solo ocupaba el puesto de violinista en la orquesta sinfónica de su ciudad. Por aquél entonces era un hombre de mediana edad, que había dedicado más tiempo del que le hubiera gustado confesar en un principio al dominio de su instrumento y a la perfección de cada melodía. Todas las mañanas le aguardaban su traje y su fiel amigo de cuerda para asistir a un ensayo, cuando no para deleitar a un generoso público en concierto.
Se podía decir que era la música quien llenaba su vida y Joaquín sucumbía fácilmente ante ella. No había más musas que le distrajeran, ni tan siquiera algún otro pasatiempo terrenal que le consiguiera apartar de las partituras. Se sabe que la orquesta cosechó halagos tanto de crítica como de público, y que la técnica de nuestro amigo fue tan discreta de menciones como la de sus demás compañeros, todos buenos instrumentistas que componían una parte perfecta de un conjunto magistral.
Éste fue el escenario tranquilo en el que se movía Joaquín, que aún no tenía idea de los  acontecimientos que pronto azotarían su vida. Todo esto ocurrió al principio de forma lenta, aunque más tarde se fue encendiendo tal y como una llama termina por consumir una pequeña rama.
Llegaron tiempos difíciles. Era un hecho a voces que cada vez quedaban más butacas vacías en los teatros. A la esplendorosa orquesta que tanta luz había dado se le debilitaba el pulso.Llegó un punto que nadie quiso vaticinar pero que era bien temido; la escasez de público había llegado a niveles que no podía mantener el armazón de una orquesta que se desintegró en músicos que tuvieron que dejar de serlo como profesión. 
Joaquín consiguió un trabajo como camarero en un café que se llamaba “El gallo rojo”; uno de ésos sitios agradables en los que sonaba jazz y se podía ir tranquilamente a beber o charlar. Era conocido porque cada domingo se acercaban músicos diferentes a tocar en vivo, a los que Joaquín escuchaba con atención desde su desapercibido puesto de camarero. Un domingo trajeron a una vieja cantante negra cuyo poderío de voz hizo temblar hasta a los cubiertos. Otra semana fue un pianista cuyos dedos se deslizaban de una forma inequívoca sobre el  teclado, componiendo piezas clásicas que invadieron de nostalgia el sitio. Rostros en definitiva desconocidos que iban componiendo la  insignificante historia del café, uno de los pocos de la ciudad que notaba el tránsito de gente entrando y saliendo animadamente por las puertas del local.
No se imaginaba Joaquín que llegase el día en el que fuera a interpretar melodías en el mismo escenario que habían pisado tantos artistas que admiraba en secreto, nunca atreviéndose a regalarles unas palabras que no se distanciaran del protocolo que le ocupaba como camarero. Pero lo cierto es que así fue, cuando caprichoso el destino, hizo que una actuación que estaba programada no pudiera tener lugar por un incidente de última hora que no se pudo remediar. Fue entonces cuando Joaquín comentó, viendo la desesperación de su jefe por no tener actuación ésa misma noche, que sabía tocar el violín. No mencionó ni fue necesario su pasado en la orquesta, pues con una canción de prueba quedó asombrosamente convencido el jefe de la habilidad de Joaquín con el instrumento, y si acaso pidió que le tocara dos o más, fue para deleitarse de los sonidos que tan bien se desprendían de las cuerdas de su violín.
Subió por tanto al escenario, interpretando temas que conocía por haberlos tocado durante buena parte de su vida, y que a pesar de que durante el tiempo fuera de la orquesta no los había sacado a relucir, sonaron con más fuerza que nunca. Joaquín cerraba los ojos, haciendo bailar las cuerdas como nunca al violín, que se proclamaba como protagonista absoluto de la velada, ante un público que no pudo más que rendirse ante él.
El hallazgo de Joaquín como músico no pudo más que confirmársele al propietario del café cuando recibió comentarios tan fascinados de su público. Repitió la hazaña el domingo siguiente y comprobó que la calidez y naturalidad que el sonido del violín emanaba se ganó de nuevo una profunda ovación.
A partir de entonces, los domingos en el café pasaron a convertirse en los domingos del “violinista que baila las cuerdas”, puesto que su música parecía en efecto un distinguido a la par que elegante baile, ejecutado con maestría pero con la humildad suficiente como para no antojarse pretencioso sino todo lo contrario.
Cada domingo acudía más gente, atraída por los rumores de tan buen violinista, y el café se le empezó a quedar pequeño. Otros cafés más grandes, incluso de otras ciudades, empezaron a reclamar su presencia y con el tiempo, fue la gente que tenía más dinero la que le invitaba a dar conciertos en la intimidad de sus mansiones, convirtiéndose esto en algo frecuente como símbolo de exclusividad y buen gusto.
Los periódicos se hacían eco, la crítica admiraba su proeza; escribiéndose infinidad de titulares admirando su baile encantador con el violín.
Al principio Joaquín recibió todo esto con una sonrisa escéptica, como una nueva moda que ves pasar y no sabes si va a ser lo suficientemente buena como para ser perdurable. Pero poco a poco, se fue convenciendo de su talento infinito, de la posesión del don que desencadena el baile mágico. Sentía cada vez más y más presión por demostrar esta habilidad que tan en secreto mantuvo durante tantos años, acallada por melodías de otros instrumentos que no resultaban tan puras como las desprendidas por su violín.
Fue este afán de control de su técnica y el querer mantenerse en la cumbre de una ola infinita lo que dicen que hizo que se perdiera su sonido. Efectivamente, ya no era el mismo, ganó en artificiosidad, enemiga letal de la elegancia. Ya nadie pagaba por ver a un violinista que dominaba su instrumento, pero no encandilaba los oídos.
No se sabe qué es de Joaquín ahora, pero el sonido del violinista que hacía bailar las cuerdas aún es recordado por quienes tuvieron la suerte de escucharlo.

Maniquíes

Desde hace mucho tiempo trabajo en una fábrica de maniquíes. Me encargo básicamente de coger todas las piezas y montarlas. Ya saben: la cabeza, los brazos, las piernas. Todo tiene que ir en su lugar.

Trabajo en la fábrica desde que tenía catorce años. Antes éramos muchos más montadores de maniquíes. Ahora quedamos yo y algunos más. Los que llevamos más tiempo con esto.

Tengo una esposa, dos hijas y un perro. Lo que más me gusta hacer cuando llego a casa después de una jornada de trabajo es pasear al perro. Es un perro pequeño, pelo color blanco, rizado. Tiene un pasear gracioso, o al menos a mí me lo parece. Pasea con un ligero trote, que marca el compás del meneo de su cola a un lado y a otro y el bote de sus orejillas. Llegamos siempre callados pero satisfechos hasta una farola y luego nos volvemos a casa.

Mis hijas son pequeñas aún y juegan con maniquíes. Son como sus muñecas, pero a lo grande, y ellas están encantadas. Me sorprende lo rápido que crecen. Dentro de poco me temo que sabré muy poco de ellas. Mi mujer sí que las cuida y las mima y habla todos los días. Sabe hacerse muy bien cargo de todo.

Un día, mi esposa trajo a casa un gato negro. Un gato persa, dijo ella. Muy elegante, añadió. A mí solo me parecía un gato vago y con la mirada triste. Se movía solo para comer. Como un maniquí en vida. Me cayó mal desde el principio y aún más cuando me enteré que fue el culpable del destrono de mi perro.

Nunca me quejé mucho a mi mujer. Nunca supo que por dentro odiaba a ese gato y que cuando llegaba a casa de trabajar miraba sus ojos inexpresivos maldiciendo el día que entró en mi casa y ocupó un sitio en mi sofá. Creo que en algún momento él llegó a pensar igual de mí.